domingo, 5 de noviembre de 2017

Presos políticos





¿Quién conoce algún dirigente opositor preso durante el régimen autoritario y populista, anterior a la recuperación de la sagrada república? No los hubo. Difícil de explicar por el alto promedio moral en la cúpula de los partidos que entonces eran oposición y alguno de los cuales forman hoy parte del gobierno. Causas contra algunos de ellos no es lo que falta; la diferencia de velocidad y de orientación con las que las trata la “justicia”, comparadas con las que se dirigen hoy contra los ex funcionarios kirchneristas es enorme. Es decir, hoy en la Argentina hay presos políticos. En la Argentina no asistimos al tránsito normal de la alternancia en el ejercicio del gobierno. Es un cambio de régimen.

La literatura politológica ortodoxa y formalista del neoliberalismo no autorizaría el anterior enunciado: en la Argentina no se ha modificado drásticamente el sistema institucional ni se han establecido leyes de excepción ni están formalmente suprimidas o afectadas las libertades públicas e individuales. Sin embargo, la misma politología fantasmal se usaba para fundar el llanto por la república perdida en tiempos en que el noventa por ciento de la palabra circulante en el país estaba en manos de grupos poderosos y furibundos antagonistas del gobierno, que no se privaban de nada en su política desestabilizadora; “periodismo de guerra” lo definió uno de sus periodistas. Todo el sonsonete del debilitamiento de la división de poderes, la confusión del partido con el Estado y el pathos autoritario de los gobiernos anteriores devino hoy en una exaltación de la fuerte voluntad del actual gobierno por terminar con la corrupción y el autoritarismo, no importa a qué costo. No faltan en este coro infernal voces de intelectuales que presumen de compromisos con las causas populares y construyen una descripción increíblemente complaciente del gobierno y del presidente, atribuyéndole a éste dotes de gran estadista y proclamándolo como un gran hombre de Estado, mientras sostienen que el único lugar habitable para los que defienden el rumbo de los gobiernos anteriores es la autocrítica.

Los presos políticos no son producto de decisiones formales del Poder Ejecutivo, como era habitual en los tiempos de los gobiernos militares y los “democráticos” de minoría y basados sobre la proscripción. El mecanismo actual evolucionó –como corresponde a una derecha moderna y democrática– hacia un automatismo autoritario: a los enemigos del gobierno los bombardean los medios, los estigmatizan los funcionarios del gobierno y los mete presos “preventivamente” el Poder Judicial. Se dirá que es una parte del Poder Judicial: es así, pero a eso hay que sumar el avance sobre los jueces independientes sostenidos por consejos de la Magistratura controlados por el gobierno, que se verifica sistemáticamente y tuvo en el juez platense Arias su última víctima. Es decir, el avance hacia un Estado autoritario es sistemático y no deja casilleros en blanco; la línea divisoria entre lo legal-constitucional y lo arbitrario y autoritario se va diluyendo todos los días.

Alguna vez se dijo en esta columna que no era cierto que en los tiempos del kirchnerismo las derechas argentinas no tuvieran un programa. Lo tenían. Pero no estaba escrito en documentos partidarios sino que debían ser buscados en sitios que funcionaban y funcionan como los verdaderos partidos del establishment: en la Sociedad Rural, en Idea, en alguna convergencia empresaria heredera de la Apege (surgida a fines de 1975 y que puso a su referente principal, Martínez de Hoz, en el lugar central del gabinete de Videla). También en el diario La Nación. No así en Clarín, cuya línea consiste en juntar a todo el mundo ideológico que, por las razones más diversas, enfrenta a quienes el grupo considera sus enemigos principales. Ese programa nunca lo ha formulado ningún dirigente de Cambiemos. Pero es muy conocido. Y es muy antiguo: cualquiera que haga una mínima y muy económica investigación puede encontrar sus huellas en discursos de Martínez de Hoz, de Cavallo, de López Murphy… Es el pliego de demandas que le acercó Escribano a Kirchner. Es toda una literatura política que en este país se escribe desde hace muchas décadas. Su santo y seña es la “libertad de mercado”, sus prioridades la flexibilización laboral, la apertura de la economía, el orden en las calles y, como telón de fondo, la lectura de la historia como combate recurrente entre república y populismo. Hoy la derecha se viste moderna, usa coach y focus group, fatiga redes sociales con una maquinaria de manipulación que trabaja 24 horas por día por si no alcanzara con el monopolio de la información a través de los medios masivos de comunicación; en eso, claro, es muy distinta a la época de Alsogaray. También se diferencia de sus ancestros en que ganó una elección sin proscripciones y mantuvo su predominio electoral en las elecciones de medio término; eso es innegable, en eso consiste su especificidad.

El menemismo también ganó sin proscripciones, pero el menemismo era neoliberalismo peronista. Y su época –la de la caída del Muro de Berlín y la implosión soviética, la de la euforia globalizadora y la esperanza en el derrame del capitalismo financiero– lo ayudó a presentarse como la pintoresca fusión del nacionalismo popular y el neocolonialismo posmoderno. El triunfo de Macri no pertenece al tiempo de la ilusión neoliberal sino al del dominio mundial de las corporaciones financieras sostenido sobre la extorsión abierta y la violencia punitiva y no sobre la esperanza. Su hoja de ruta no se sostiene sobre la cooptación de los partidos populares sino sobre la generación de una fuerza política propia orientada a imponer las formas y las lógicas de las corporaciones económicas a la vida política cotidiana. Las novedades son innegables, tanto como su condición de continuidad histórica con la plataforma política clásica del viejo conservadorismo y la que pusieron en práctica los golpes cívico-militares del Siglo XX. Cualquiera que dude de todo esto no tiene más que comparar el último discurso “programático” de Macri con los postulados reformistas de la dictadura surgida en 1976. Entonces también se buscaba el privilegio en la clase trabajadora, se postulaba el achicamiento del Estado, la reducción de los salarios y los recortes presupuestarios como camino a una Argentina moderna y próspera.

La herramienta central que hoy pone en juego la derecha es el miedo. ¿Cómo no tener miedo de una fuerza que tiene el dinero, la palabra, la fuerza armada, y el beneplácito de los que mandan en el mundo global? Todo el trabajo consiste en hacer presente ese miedo todo el tiempo. El miedo es vago, impreciso, indefinible. Pero el escape es mucho más claro: hay que evitar todo contacto con los malos. Si hay 562 pasajeros de un futuro viaje a la luna, es decir a la desaparición, la norma de prudencia más elemental aconseja apartarse de ellos. ¿Quiénes son? Si se supiera, la estrategia del miedo sería un juego de chicos. No se sabe. El número es deliberadamente pequeño: no hace falta que sean 30.000. Alcanza con establecer un cordón sanitario imaginario sobre cualquiera que pudiera ser incluido en la lista. Y ya se sabe en qué grupo político hay que contar a los futuros navegantes, de modo que la mira de la contaminación se reduce considerablemente. Quienes han aceptado este pacto reductor de la incertidumbre y el miedo que es la alianza Cambiemos tienen y tendrán modos de explicarse a sí mismos esta elección. La que ocupa, lejos, el lugar más importante entre las que pueden tomarse con interés y con preocupación es la consideración de que cualquier alternativa a esto que estamos empezando a vivir es riesgosa, improbable, tiene enemigos poderosos y por lo tanto no vale la pena intentarla. Una rápida mirada del mundo que habitamos tiende a darle la razón a quienes sostienen esa tesis. Tal vez otra más profunda pudiera poner esto en discusión. Ojalá la perspectiva conservadora y temerosa no se escondiera en los rincones del odio enfermizo e irracional, no se pusiera las ropas de la lapidación y el festejo del atropello, ni las de la justificación moderada y autocrítica.

Estamos yendo como sociedad en una dirección muy peligrosa. Cada vez que hemos transitado este camino hemos llegado a situaciones desastrosas. Y no hay el más mínimo indicio de que esta vez podría ser diferente. La cuestión –una vez más– es la verdad. Y la verdad es el arma de combate en los tiempos que corren. Cualquiera que lea y estudie los argumentos para la prisión de Boudou, no desde el respeto que merece el prisionero por su conducta política, sino desde las más elementales normas del decoro judicial, tiene que inferir que se ha cruzado una frontera muy peligrosa, abismal. O, mejor, que se sigue profundizando un rumbo iniciado por la detención ilegal de Milagro Sala y continuada por el encubrimiento oficial de la brutal represión de la Gendarmería que costó la vida de Santiago Maldonado y el espectáculo de linchamiento público a Julio De Vido. Detrás de estos episodios solamente puede esperarse un progresivo oscurecimiento de la vida colectiva de los argentinos o una respuesta efectiva y eficaz, que para serlo no puede limitarse a quienes sostengan una determinada bandera política sino que debe abarcar a todos los que no quieren repetir aciagas experiencias de nuestro pasado reciente. La situación muestra un espacio vacío en la política argentina, el del liberalismo democrático. Esa corriente, esas personas que sin defender ningún proyecto alternativo al neoliberalismo, sin sostener nacionalismos ni populismos a los que consideran fenómenos arcaicos e indeseables, al mismo tiempo sostienen la vigencia de los derechos individuales y sociales prescriptos por la Constitución. Es toda una tradición jurídica y política que rechaza al Estado policial, y se toma en serio la cuestión de la república que para otros es un mero recurso retórico contra gobiernos populares.


Edgardo Mocca









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